Viaje al fuituro

2025. El futuro, y con premio. Gente con ropa normal, no con skijama. Circulan coches, motos y furgonetas, y siguen echando humo. No ha cambiado demasiado la cosa, o al menos en apariencia. Sin embargo, por la calle deambulan ciertos seres con las piernas rígidas, separadas como para intentar evitar indeseable masaje de excremento, y los brazos un poco por delante del pecho, casi rematados por puños, con los índices percutiendo el aire como picos de pájaro carpintero. La cabeza entera acompaña al frecuentísimo movimiento de sus ojos, abiertos de par en par, pareciendo que tuvieran los párpados circuncisos. En la pupila, un trazo casi espiral de sangre azulada.

Son muchos; cada vez más. Gente normal deja de serlo. El hijo de un vecino, un tendero, un compañero de trabajo. Gente normal ya va quedando poca. El virus no hace distinciones. Conocido simplemente como el “viral” por un reducido grupo de especialistas, fue una diabólica creación del doctor Von Krippenhöler y su equipo de canallas, reunidos en una oficina en el centro de una blasfemia escrita con letras de hormigón y cristal tecleadas sobre asfalto: San Francisco. Von Krippenhöler sólo ama a su gato y se quiere vengar de la humanidad a causa de un trastorno infantil, inexistente hasta que fue diagnosticado por un psicólogo escolar a la busca de casos, que lo puso a caldo de Ritalin y ordenó su asistencia vespertina a una ludoteca acolchada donde había chicos verdaderamente tarados. Ésa fue la universidad de su sociopatía. Sus únicos compañeros verdaderos, los videojuegos.

El loco a la fuerza modificó un germen que hasta entonces sólo afectaba al ganado ovino, y lo inoculó a varios desdichados, que durante bastante tiempo no mostraron síntomas que evidenciaran alteración alguna en su salud física o mental. En tiempos promiscuos y de escasa higiene, con organismos debilitados por comida procesada y todo tipo de adicciones, el viral se propagó sin gran dificultad. El invasor ataca receptores sensoriales y neuronas y se replica poco a poco, formateando el cerebro de tal forma que el afectado asocia la realidad con el flujo inalámbrico de internet, que en una generación constantemente conectada percute sin oposición el cerebro de la víctima. Los cinco sentidos siguen funcionando -aunque de forma atemperada por el brutal bombardeo de bytes- pero la inteligencia entre ellos ha sido secuestrada por los favoritos del navegador. Sin necesidad de desarrollar nuevas cepas, el viral tiene variantes sintomáticas conocidas como siglas siniestras como “COPE” o “PRISA”, en la zona ibérica, y algún que otro híbrido. Una vez que la terrible enfermedad domina la capacidad cognitiva, le llega el turno a la lingüística, que se ve limitada a 140 caracteres: el cerebro compone como escritura lo que el infeliz farfulla a posteriori. Ha habido algún caso de transmisión al feto, y en una abominable aberración de la ley natural, el nacido aprende a teclear antes que hablar.

Como manada meneada por misterioso magnetismo, muchos enfermos suelen confluir y vegetar en las mismas zonas, manteniendo ilusión de identidad, y dedican su tiempo a componer aforismos, chistes y apostillas en los estrictos límites marcados por la enfermedad: al pasar de 140 caracteres, ven rojo. El viral ha dejado las neuronas suficientes para reciclar la información alimentada por los medios de propaganda con cuatro o cinco recursos estilísticos, o simplemente para repetir la frase de otro, en individuos poco dotados ya de antes del contagio: los palmeros, en el argot hospitalario.

En un sórdido bar de platos cuadrados de Malasaña, a cuyo nombre será mejor no dar publicidad, varios grupos de inútiles pasan el tiempo como pueden, no pudiendo de otra forma. En una mesa cuatro gordales con camiseta serigrafiada con mote y leyenda, incongruentes bufandas y gorritos de lana, y la proverbial gafa de pasta componen una escena que a distancia podría confundirse con una partida de dominó: lo que atesoran sus dedos chacineros, sin embargo, son sus móviles. Rara vez se miran, y cuando lo hacen es de reojo. Uno de ellos, dice su camiseta, se llama Foca Díaz (“guionista, mamporrero y encofrador”). El slogan de otro, Super Fofete, admite que “es duro tener poderes y ser impotente”. La otra pareja está compuesta por Arasno (“pa’ chulo yo”) y Barbillasucia (“no es lo que piensas”). Están poseídos, como jugadores en racha.  Llevan 5 días seguidos haciendo chistes de Rajoy y de la nueva ley del aborto, con algún entremés de fútbol y famosillos.  En otra mesa hay un poeta, un filósofo y una terapeuta del alma elaborando ripios, sentencias y consejos a granel, con el característico equilibrio de juventud y sabiduría del madurito interesante y la rellenita que moldea mollas con Zumba y faja. Acodado en la barra hay un pobre diablo contándole batallitas de la emigración a su vaso, en vertiginosa ciclotimia de fanfarronadas -como si en vez de llevar mono de mecánico llevara uniforme de legionario- y lloriqueos de hijo tonto que ha malogrado tres o cuatro carreras. También hay gente normal, o relativamente normal, todavía sin contagiar por el virus del doctor loco. Por poco tiempo.

Abriendo de un violento portazo, entra un enfermo terminal con el ademán del que viene a ajustar cuentas. Su principal motivo, sin embargo, es infiltrarse en el microcosmos de la modernidad mesetaria. Un día escuchó por ahí que en el bar se reunía gente variopinta como grafiteros, blogueros, chaperos y rameras (“la peña”, para el desnortado juntaletras) y espera “documentarse” para su próxima novela, que nunca llegará a publicarse. Lleva una amplia gabardina beige, al modo de un ajado Tintín en otoño, la época en que su tupé cambió de color y le cayó en la perilla. Dos camareros, identificables por sus chapas como Óscar y Julio, intercambian una solapada risita (“ya llega El Capitán”). La camarera, Lola, intenta aparentar que limpia y coloca botellas en una estantería, con toda la parsimonia del mundo, para evitar contacto visual con el rijoso basilisco. Empieza la función de todos los días. Hoy toca especial: ha habido una manifestación pro-ETA.

-arrobaÓscar lo de siempre, amigo.

El orondo Óscar se vuelve, en desganada circunvalación, para trincar la botella de Gran Duque de Alba. Julio, su pareja cómica, enjuto y bastante más amanerado, también de espaldas a la barra, le musita:

-Una copita para el loco de la arrobita. ¡Jajaja!

-Arroba la que tengo aquí colgada. ¡Jajaja!

Arturo Masfuerte se la mete de un trago y pide otra:

-ArrobaÓscar ponme otra. Voto a Bríos que la voy a necesitar. Puta ETA.

Da un sorbo, y respira hondo. El dolor de su alma se manifiesta en su costado y su brazo izquierdo. Pese a todo, dispuesto a luchar hasta el final, coge carrerilla.

-Estas cosas no pasaban en tiempos de los Reyes Católicos.

-A cada cacique que medra en este disparate de Estado roto en 17 taifas le llegará su San Martín.

 -El puto Anasagasti está ahí con su sonrisita, hasta que me harte y le sobe los morros.

-Espero que el puto País Vasco y la puta Cataluña independientes no olviden dedicar una plaza a Rajoy. A ese puto lumbreras.

-Igual que la Tercera República dedicará, también agradecida, otra plaza a la Infanta y al listo del calzón corto y la mano larga.

-Artur Mas tiene menos futuro político que un comercial de jamón serrano en Arabia Saudita.

-Mas no es listo, sino arrogante y torpe. Un político inteligente era Abraham Lincoln. No hay color.

Arturete sigue y prosigue relatando la rancia retahíla, que parece una cinta de arcaico teletipo casi troquelado con su lamentable vida y opiniones, un monocorde ubi sunt de añoranza del glorioso imperio ultramarino, salpimentado con caspa populista como la defensa del aborto al estilo anticlerical, con chistecillos de ovarios y rosarios, que espera que encubra el hedor de sus ideales y haga su mensaje atractivo para la chusma. Ni que decir tiene, él no es “ni de derechas ni de izquierdas”. En su delirante discurso se explaya contra los enemigos de la patria, un conglomerado de vascos, catalanes, musulmanes, políticos y borbones, con el vanguardista vocabulario de folletones decimonónicos y noveletas de Bruguera: el fulano que muere es un fiambre. De vez en cuando alguien se ríe de él, e inmediatamente lo amenaza con el premio Qué Suerte Te la Meto Masfuerte. Tan terrible amenaza se prodiga sin cesar, porque parece haber leído al revés el tratado de Dale Carnegie, y aunque de vez en cuando brinda a amigos imaginarios (“saludos a México”) como afable hispanista, el enemigo está dentro, en la patria. Se siente como guerrero en territorio enemigo, rodeado de confabulados traidores.

A la cuarta copa, su vejiga, consistente como una medusa, lo conmina a mear. Los movimientos del ya de por sí torpe enfermo están seriamente afectados por el alcohol, y parece un robot al que se fueran acabando las pilas. De camino al urinario aprovecha para echar un vistazo a la mesa de los chistosos, para ver si puede pillar material para su obra. Lo interpela un vozarrón que parece salir de la nada, aunque está enfrente.

-¡A ver cuando pagas los 210 mil euros que me debes, que ya está bien!

El pelotazo de adrenalina lo sacude como un directo a la nariz, pero la fuga, aunque deseable, no es posible. El bar está repleto de gentuza, y su ignominia sería pública. Hay que defenderse, y la mejor forma es atacar. Arturete, en la tradición de épica clásica y superhéroe de polígono, mezclando registros con relativa facilidad, compone la figura y el desafío:

-ArrobaAntonio eres un donnadie ladrando a mi cabalgadura al Parnaso.

-ArrobaAntonio, te has rodeado de putos políticos y me has tendido una puta emboscada, pero me sobran arrestos.

-ArrobaAntonio, encomiéndate a tus putos muertos, que yo me cago en ellos.

Arturete, que movía los dedos a ritmo bakala mientras enunciaba la barriobajera maldición, remata la ráfaga con un tremendo movimiento de su índice derecho que parece el iluso golpe ganador de un jugador de máquina de frutitas, y pasadas las palabras la emprende a mandobles con el aire. Sus movimientos son una mezcla de maestro de esgrima y chorizo con nunchaku, arte que aprendió cuando niño con su hermano el policía nacional. Al llegar a lo más alto del subidón, su pie derecho resbala con un poco de aceite que se le había caído a Julio mientras repartía tapas y sabiduría, y el impulso lo hace caer sobre una mesa, golpeándola con la cara, que chafa un plato de ensaladilla. Por un momento queda ahí quieto, de rodillas, como alimaña alimentándose, y luego se levanta, mareado, con la gabardina moviéndose como un abanico de Locomía a cámara lenta.

-Buenas noches. Hoy ceno mélange de verduras rusas aderezadas con salsa de Mahón.

Es hora de ir a casa; le duele todo, no sólo España. Gira hacia la barra, donde una estupefacta camarera, su reacia musa, lo mira casi con pena y con muchísimo asco.

-Lola me dice que ya es hora de cerrar. Buenas noches.

Al girar hacia la puerta, el altivo bocazas sucumbe al cúmulo de cognac y emociones de la noche, y se desploma. Con la boca mojando de saliva el suelo pronuncia su última palabra:

-Clic.

Es el apagón. Un presto camarero lo agarra por la espalda, poniendo sus manos en el pecho, y el otro sujeta sus muslos, llevándolo hacia lugar más discreto y seguro.